Hace poco le confesé a un alma turbia que estaba en una etapa purista de mi existencia contemplativa. Mientras ella ha decidido ponerle música y atrapar en imágenes sus pedacitos cotidianos, una servidora, no sé muy bien por qué, ha entrado en un transcurrir de días en los que prefiere escuchar los suspiros de la gente que viaja en metro a ponerle banda sonora a los momentos. Desde hace un tiempo, no me pregunten cuánto, me quito las gafas para ver mejor, desde más cerca, pegando el ojo a la realidad. Y toco, palpo, acaricio. Sin querer queriendo, se me escapan los pulgares en el autobús y cambio frío por calor. Siempre me fascinaron las clases de calorimetría. Esto que les cuento no se debe tanto a un afán empírico como a querer extraer de la realidad algo que valga la pena, que marque a fuego, solo por tener una cicatriz nueva.
No obstante, y sirviendo como precedente (me temo), ayer eché de menos salir armada de casa. Y eso que he olvidado dónde tengo la cámara de fotos. Cosas que ocurren, por el desuso. Algo parecido pasa con el cuerpo. Este calor repentino nos ha robado algunas transiciones. La lentitud, como dice Kundera, es más que necesaria, algunas veces. Y todo va tan deprisa en esta ciudad. Hace unos días que me levanto con tiempo. Con tiempo, curioso. Las circunstancias me han sumido en una especie de limbo. En él he encontrado algunos poemas certeros, como balas de una película de Tarantino. Quería compartir uno de ellos por hacer carne, Carne de píxel, una pretensión propia de alguien de otra edad.
para mi siempre fue un misterio el origen de
tu ropa interior, de su perfecta cabida en tu
cuerpo. Inversa es la lógica de quien descubre
una tierra analógica pero real como la de un
espejo. Pero, si te fijas, la imagen del espejo
no responde exactamente a la real, el espejo
posee una pátina que aunque invisible la
oscurece, como si algo de materia se perdiese
en el trayecto, un residuo que si lo juntaras
verías lo que pierde aquel que te mira; mejor
dicho, quien en tu imagen desaparece; o, aún
mejor, quien en ti ya ha desaparecido.
Hoy hace fresquito, pero todavía es temprano. Estoy releyendo El Mundo Perdido, de Michael Crichton. Ian Malcom era mi tipo. Y el personaje de Sarah Harding era inspirador, sobre todo para estos días de calor extremo. Es un personaje que trabaja en el desierto, con leones y hienas. Me emocionaba la idea de la equivocación, ¿saben? Porque Sarah desprecia a los leones, tradicionalmente los reyes de la selva, y siente una empatía extrema por las hienas, a su modo de ver, animales mucho más nobles. Leí este libro con catorce primaveras y fui muy consciente a esa edad del atractivo de las mentiras, de las máscaras estéticas. La protagonista de este libro es Isla Sorna. Para aquellos que no hayan leído o visto Parque Jurásico (Pecadores!!!!!) contarles que, en el primer libro, toda la trama discurre en una isla llena de dinosaurias desmandadas llamada Isla Nublar. Este paraíso es un escaparate, pero de esto no te enteras hasta que lees el segundo libro, el mejor. En Isla Sorna era donde se cocinaban a las dinosaurias. Las criaban y luego las llevaban a la higiénica y antiséptica Isla Nublar.
El ojo que me ha dado el mundo, la publicidad, la fotografía ya no me sirve. La verdad es fea, supura. El tabú del nacimiento, del incesto, la pedofilia sigue siendo eso, tabú. Que solo se hable de ello en foros controlados es una medida de seguridad. No subestimen el poder de la negación, dicen desde sus grandes mesas, enfundados en sus perfectos trajes. Pero no se me confundan. Mientras ficcionar es atractivo por todo lo que tiene de creativo, la mentira construida y enfocada, cimentada para sobrellevar la verdad responde a mecanismos psicológicos, de manual. Moraleja (con lo que yo las odio) Desconfíen de lo bello. Y lean El Mundo Feliz. Huxley lo explica mejor que yo.
Es mi propósito estúpido y tentacular. Quiero desnudar el ojo. Joder, quiero volver a empezar
Una manzana cósmica. Una pirámide perdida. O un escritor infrarrealista. Próximo al Sol. Con Mercurio como Estrella Polar. Cerquita de una enorme bola de fuego. Después de una guerra estelar.
Pequeña Delirio, deja de mirar hacia las estrellas. Siempre quisiste ser astrónoma (que no astronauta). Y conquistar Venus, sorbiendo con pajita todo el ácido sulfúrico de sus océanos de hábitos tóxicos. Pero Neptuno también estaba en tu techo. Y Papá Noel reside allí, con sus duendes congelados y algunos finlandeses emigrados.
Bradbury imaginó el futuro en un planeta rojo. Como el Infierno. Pero no dijo qué hacer en una estrella no nacida. Júpiter es mi (pen)última parada. Y la idea de poder haber mirado al cielo con unas gafas de sol prestadas me consume. Un cielo y dos soles. Y un planeta que ya no lo es, con un barquero llamado Caronte.
Y, aunque es en el zoo donde me encuentro más veces mientras sueño, en el Planetario siempre me siento como en casa.
La autobiografía está preñada de omisiones. Y las ciudades invisibles se nutren de la materia de la que están hechos los sueños (y las promesas). Siempre me gustó el sintagma "arquitectura efímera", sugiere construcciones solubles, conurbaciones emocionales. Las palabras esconden mundos y conurbación empuja a mucho sexo a solas, con la persiana bajada y las sábanas revueltas. La acidez de la carne pegada a la almohada y las palabras brotando de un poema de La Universidad Desconocida, de Bolaño.
La autobiografía es interesante, precisamente por las omisiones. Vila-Matas me bautizó "portátil". Yo nunca me consideré una Bartleby, pero encontré una edición preciosa, de Pre-Textos, en la Feria del Libro de Madrid. Por casualidad, o porque necesitaba encontrar a Melville junto a Deleuze, Agamben y José Luis Pardo. Y, créeme, preferiría no hacerlo, pero las casualidades se suceden. Veo Bartlebys por todos lados. Las serendipias deliciosas se suceden. Y encuentro en el entramado virtual coincidencias precisas. Juan Rulfo sigue marcando el rumbo hacia mi Comala particular. El mexicano siempre fue mi Bartleby favorito...
Ron, ron, ron. Las botellas entre mis piernas. Haciéndome fuerte, mientras crezco. Y con tus manos agarrando mis caderas, te vuelvo a ofrecer mis muñecas. Esposada. Buscando un horizonte en Madrid. Camino Recoletos, con las ganas en la boca del estómago. Arrastro mi mochila de cuero. No acierto a levantar los pies. Con tacones las vistas serían otras. Y el rímel ayuda a abrir los ojos por las mañanas. Pero me emborrono al salir del trabajo. Y camino Recoletos como si oyera tu preciosa voz a lo lejos, a dos manzanas de mi estómago. A dos manzanas de la crucificción más cercana. A diez minutos, todo está a diez minutos de donde te encuentras. Buscando mi kilómetro cero te escribo todas las cartas del mundo. Cuatro palomas mensajeras viajan, cada una sigue un punto cardinal. Las cicatrices se pueden operar. Lo que me viene a la cabeza con dos copas de ron no lo puedo borrar ni con una goma de borrar de las caras. Cuatro palomas mensajeras y todas las cartas del mundo para decirte que todo fue una mentira. De las bien elaboradas, claro. Todavía hay clases.
Y aunque el día brille, la muñeca estará rota. Porque echa de menos su bañera, aquella sala de espera, de donde vinieron aquellos sueños húmedos y las últimas verdades, como puños en la cara de un pedófilo. Estoy espesa. Buenos días, tristeza. Evita que pasee por los patios de nuestra ciudad. Arráncame las retinas y agujerea mis orejas. Atraviesa mis tímpanos con proposiciones indecentes de un adulto disfrazado de caballero. Los caballeros no existen. Nosotras gestionaremos sentimientos, ofreceremos nuestro cuerpo en pedacitos, pero ellos no solo no piden perdón por las mentiras sino que lloran porque sus mamás no los quisieron lo suficiente. Pequeños tullidos emocionales. Seres incompletos que solo ensucian con sus palabras. Paladean sus intenciones (patalean?), se refugian en las diferencias y, al sugerirle a aquella niña una copa, destrozan los principios de una antigua guerra.
La imagen es de Krisstin Elder. Su caperucita también va con el día.
A veces me excuso. Difiero. Me salgo por la tangente besando al que menos se lo espera. En los labios. Y conectamos, hasta que me dice que El Protegido es una mierda. Yo le miro a él. Miro al frente. Le vuelvo a mirar. Cojo aire y le pregunto ¿Te acuerdas de su banda sonora? Me dice que no. Solo recuerda que se aburrío soberanamente. Entonces yo me acomodo en el sofá, lo cojo por los hombros y le digo que a mi Bruce Willis me enamora en esa película porque se defiende a silencios, porque está perdido, porque se encuentra (o le encuentran). No es una película de superhéroes al uso, pero es la mejor. La ilusión del cambio es una realidad. Lo que está roto se puede recomponer. El perdón es posible. El héroe marca la diferencia. Y los niños te pueden joder de por vida solo si te llaman Mister Glass.
Me has pedido que pose desnuda. Yo te he dicho que si, que no tengo ningún problema en contarte mi verano del 98. Sin subtítulos. Hasta los suplementos del domingo convierten la ficción en la más real de todas las bolsas de basura, de cualquiera. Solo me sobra la tristeza de aquel periodo luminoso. Oler a polvos de talco y escoger las sandalias más cómodas. Porque hay desnudos que huelen a piscina. El cloro sobre la piel y el sol resbalando por su espalda. Darnos la mano. Tumbarnos boca arriba. Ver pasar las nubes, los cuentos, las excusas, los besos. Tus dedos tamborileando entre mis dos ejércitos, declarando la guerra al atardecer, mientras nos precipitamos sin fórmula química, sin intenciones, sin dobles soluciones. Nos derramamos. Dormimos sin sábanas, al calor de nuestros sueños. Y me lees un cuento. Una historia diferente, eso es lo que te pido y recuerdo. Me acurruco en tu regazo y te confieso que tengo miedo, mucho miedo. Dices que no tengo por qué. Me recorres con tus pupilas dilatadas y me mientes. Abrazas mis dos piernas mientras pongo en orden mis pesadillas. Esa noche pasa. También agosto. Desde entonces no te he vuelto a ver. He oído que te has convertido en una mariposa, con todos esos colores escandalosos de los que tanto hablabas cosidos a tus enlaces. Una muñeca virtual. Un recuerdo de carne y carne. También hueso. Una imagen espectral.
No creo que leer a escritores que murieron de pena me ayude a remontar el zurcido de mi territorio izquierdo. Tampoco me consuela que esta noche vengas vestida para matar(me). Edito mis recuerdos. Soy maestra en el arte del collage. Te he cortado y pegado en mi memoria. El hilo escogido siempre fue el rojo. Con él obligué a tus párpados a besarse. Para siempre. Porque me estoy entrenando en el uso de absolutos. Y esos escritores no entretienen, ¿te lo he dicho? Las muecas escurridas y el exceso de testosterona me transportan a un lugar del que escapé antes de que empezara este otoño que, dicen, es primavera. Y puede que sea cierto, de tus sonrisas surgen inquietantes tormentas. De hielo.
Huma Rojo confiaba en la bondad de los desconocidos. Con su peluca rubia y un principio de Bettie Davis, como si se tratara de una enfermedad. La chica capicúa es como Huma, siente la predisposición. Adicta al cambio. Dice que las casualidades se alinean, como los planetas, cuando no miras. Y el caleidoscopio que te regalé devuelve la imagen de lo que le ocurre a mi estómago: se descompone, pero no sale el arco iris. En su lugar descubro una metáfora tachada con Pilot Negro. Siempre preferiste los bolígrafos BIC. Te colocabas con Edding y me robabas los Stabilo. La chica capicúa no escribe. Viaja en aviones Low Cost y se pierde en sus círculos. Le he regalado un caleidoscopio, para que se mire y recuerde que la bondad no existe, que su felicidad es tan solo una puesta en escena y que "te lo digo por tu bien" es una mala estrategia. No me habla desde hace tres meses. He agotado nuestras casualidades. Tan solo me queda de ella un BIC Cristal achatado por los polos y una carta que no sé si abrir antes de que den las doce. No recuerdo su número de pie. Tenía la voz grave ¿Te acuerdas? Parecía sacada de uno de tus dibujos.
"Dice que está bien. Tú dices que estás bien y piensas que ella debe estar realmente bien y que tú estás realmente bien. Su mirada es bellísima, como si viera por primera vez las escenas que deseó toda su vida. Después llega el aliento a podrido, los ojos huecos aunque ella diga (mientras tú permaneces callado, como en una película muda) que el infierno no puede ser el mundo dónde vive. ¡Corten ese texto de mierda!, grita. El caleidoscopio adopta la apariencia de la soledad. Crac, hace tu corazón.
Roberto Bolaño - La Universidad Desconocida
La Barcelona de Bolaño está sucia. En ella viven pelirrojas de ojos húmedos que suplican por una polla más grande que su consolador. Las niñas perdidas se abren enteras, como flores salpicadas de cuentos chinos, de mentiras absolutas. Los niños arrancan los pétalos, se los meten en la boca y vomitan excusas. Se derraman. Sobre Barcelona, una ciudad que empieza en tu boca y acaba en mi cuaderno de notas.
"Esto podría ser el infierno para mi". El caleidoscopio se mueve con la serenidad y el aburrimiento de los días. Para ella, al final, no hubo infierno. Simplemente evitó vivir aquí. Las soluciones sencillas guían nuestros actos. La educación sentimental solo tiene una divisa: no sufrir. Aquello que se aparta puede ser llamado desierto, roca con apariencia de hombre, el pensador tectónico.
Roberto Bolaño - La Universidad Desconocida
Solo recuerdo el olor en su delicioso cogote. Los calcetines de rayas. Cómo me ordenaba que me bajara los pantalones. Y sus manos separándome los párpados. A lametones.
Últimamente sueño. Como una vidente, como una loca de atar. Atadita a la cama. Hay palabras que se echan de menos. Y sueños que se disuelven en la vigilia.
La imagen que retengo es la de una fémina pequeña, especular. Ojos de mapache, cabello oscuro, corto y voz de niña mientras la acaricio. Su habitación es la de una infante demente, nínfula urbana, caprichosa, dolida, somnoliente. Atrapada en un cascarón de redondeces, hambrienta de mi, de todos, de otras.
Hacemos los mismos ruidos, una encima de la otra. Encajamos, como piezas de tetris. Jugamos a las muñecas, con la puerta entornada. Me olvido de su primera cicatriz y ella susurra que me vaya. Y me voy. Tengo su recuerdo nebuloso, sus palabras sordas, su gesto triste clavado en la memoria.
Y de la grieta abierta, de dentro a afuera, se van escapando momentos según avanza la mañana.
Los espejos están llenos de gente.
Los invisibles nos ven.
Los olvidados nos recuerdan.
Cuando nos vemos, los vemos.
Cuando nos vamos, ¿se van?
Comenzó su cuentacuentos invocando a Sherezade. Porque el primer mandamiento de un buen narrador es no aburrir. Preguntó a la audiencia si sabía a qué huele la guerra. Los corresponsales de guerra lo saben ¿Cómo hubiera sido la Guerra de Troya de haber sido contada por un soldado raso? Y las maravillas de Altamira ¿fueron pintadas por ellos o ellas? Esas pinturas que nacen cada vez que alguien mira. Recordó a Teodora, a Olimpia, a Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán. Si Adán y Eva eran negros, eso significa que todos somos africanos emigrados. Y, qué curioso, el racismo produce amnesia. Lejos queda cuando el mundo era nuestro reino y nuestras piernas eran nuestro único pasaporte exigido.
Eduardo Galeano habló de economía y esclavitud, de dioses e iglesias, de los exiliados, de los invisibles, de los anónimos. Nos recordó que existe otra definición de IVA: la angustia que nace de la fugacidad de la vida y de la fugacidad del empleo, dijo. Y mentó a Milton Friedman, porque el capitalismo confunde la libertad del dinero con la libertad de la gente. El miedo no tiene nada de inocente porque es la excusa para que el mundo dedique su energía a la industria de la muerte respondió amablemente a un entregado espectador. Justo antes arrancó una ovación al confesar que nunca ha perdido la capacidad de asombro, la misma que le ayuda a creer que el mundo está embarazado de otro mundo. Y se crió en el internacionalismo, no comulga con la globalización (¿bobalización?).
Galeano lee sus cuentos despacio, como si hablara a besos. Besos dulces y calmos. Como niños en un patio, escuchantes y ensimismados, esperamos allí sentados a que algunas respuestas brotaran de sus labios.
Somos contradictorios, paradojas humanas. No creo en buenos y malos. La vida es una aventura de la libertad. Hay que inventar, imaginar el futuro. Yo creo que no hay verdad más verdadera que la que nace cada día. Estoy convencido. La contradicción es el motor del cambio
Compré Espejos (Una historia casi universal) al salir de la presentación. No lo he terminado. Las lágrimas no me dejan. No se confundan. Son lágrimas de ira e impotencia. Eduardo Galeano, con sus microrrelatos, no solo logra ser efectista, sino efectivo. Y eso es importante. Porque lo que escribe este hombre es imprescindible. Como respirar.
No me hagan mucho caso. Estoy intentando encontrarme. Mientras tanto, me desperdigo. No sé dónde quedarme, con qué piel me siento más cómoda. Es imposible no sentir bajo los versos libres alguna que otra mutación.