La chica de los ojos rojos y la sonrisa amarga no era más que una de las muchas sombras que habitaban los rincones compartidos de esta habitación. En ella se concentraban sueños sin hacer, frustraciones circulares y decisiones en período de lactancia. Acurrucada en una esquina, junto a la ventana, veía la vida pasar. La chica de los labios rosas y el clítoris hambriento se comía los padrastros y se cortaba el pelo al dos. En los días de lluvia esperaba a que el espejo le devolviera la caricia, pero solo recibía alguna que otra bofetada. Se consolaba con azañas mínimas y mágicas. Nunca lloró, no como cuando iba al instituto, en esta habitación. Aprendió a conformarse, a dormirse sin follar. La chica del coño suturado y la mirada fría escuchaba las conversaciones de los otros y soñaba con sus cepillos de dientes, sus bolsas de basura y sus f(r)acturas por pagar. Limpiaba el váter por costumbre y se dejaba apuñalar, por detrás. Envolvía los regalos de Navidad. Sellaba las cartas con su hepatitis. Se enamoraba perdidamente de jóvenes promesas que la dejaban para después. Y después, y después... estirando sus ganas, dosificando el deseo, lamentando la falta de aliento, tendiendo a infinito, sin querer parar, sin poder bajar. Sin querer saltar. Sin querer. Sin poder. Game over? Insert coin.
Más en:
http://mujeresquevalenunviaje.blogspot.com/
Siempre les cuento idas. Muy pocas veces encuentro pedacitos en las vueltas, pero hoy ha ocurrido el milagro excepcional. He salido una hora después del timbre del trabajo. He bajado escaleras, abierto puertas y cerrado la ventana de mi patio interior. He montado en un vagón. Me han mirado con impertinencia. Yo me he fijado en sus pies, en las bailarinas rojas de cuento que llevaba. La mujer de amplias caderas y labios perfilados todavía no había optado por la mutilación. Y con razón. Subiendo las escaleras que enlazan la linea 4 con la 10 y la 5 ha tropezado. Le he sonreido, me he agachado y he actuado como su príncipe azul. He tomado con fuerza su talón y la he ayudado a introducir su minúsculo pie en la bailarina roja. Me ha mirado extrañada. Yo he seguido mi camino. Camino de la línea 5 unos chicos rezaban Zombie en acústico. Me contagian la canción, espero al siguiente tren, canturreo, entro en el vagón. Hace calor, mucho calor. Me quedo cerca de la puerta y leo:
El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el
olvido,
y no acepté otro valor que la imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país del que se ha retirado el
mar,
escuché la huida de los insectos y la retracción de la sombra al
ngresar en lo que queda de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en
mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del silencio.
Gamoneda me agarra el estómago con su Descripción de la Mentira. El submundo cobra sentido. Y espero otro pequeño milagro, ya en la siguiente estación ...
Ojeras, arrugas y patios de luces.
Eso es lo que recordaré.
El humo y las colillas.
Sin durante.
Aroma a otros lugares del imaginario colectivo.
Algunos parques de esta ciudad.
Las huellas que dejaron nuestros pulgares.
Y las vocales cerrándose al pasar.
Soy vocal abierta.
Por mi pasan casi todos los infinit(iv)os,
terminaciones posesivas (perennes, nerviosas)
y algún que otro verbo transitivo.
A los labios de mi carne en descomposición
llevo cosidos escudos, espadas y espejos.
El tacto de mis pulgares se deteriora,
mis palabras me delatan,
las estructuras no me sostienen.
He perdido algunas herramientas en la guerra.
Mentiras, excusas y alfileres.
El zurcido todavía marca el lugar.
Y con el mando a distancia,
entre los dedos,
busco el camino más corto
para fundirte a negro.
Pero tu canción de cuna se mantiene,
en el tiempo,
bajo las piedras,
tras las cortinas.
Solo eres una colección de heridas,
un mapa de esquelas,
un beso en la primera cicatriz.
Un manual de ortografía,
un diccionario de sinónimos
y una gramática parda,
quemándose bajo mi ventana,
Ardiendo sobre mi piel.
Bajé las escaleras, otra vez. Con miedo. Con ganas. Y la encontré.
Altiva, rebelde. Parpadeaba para mi, junto a la puerta, frente a mi, a años luz.
Blanca y desordenada. Azul y tierna. Mullida, serena.
Tres paradas, una mirada que se extravía, un gesto, ese gesto y se abren las puertas. Ella se marcha. Su aroma a almizcle, mi aroma a miel. Los confundo. Se me escapa escaleras arriba. Suena nuestra canción. Ella no está. Tú sí. It´s a song to say goodbye.
Ocurre después del amanecer. Recorrer el camino a casa, pero al revés. Tropezar con la duda mientras intentas bajar las escaleras con las manos en la espalda. Una galleta en la boca, el billete en la mano derecha y en la izquierda nada. Evitas mirar a las vías. Te asomas a la pupila del metro y ves luz al final del túnel. Lees noticias gratuitas. Memorizas las paradas de la línea 10. Te pegas con la señora que quiere entrar antes de dejarte salir. Miras a los ejecutivos agresivos que no lo son tanto con cara de odio. Lo que en verdad sientes por ellos es pena. A ti te llaman niña, aunque vayas a dejar de ser joven en dos años. Le hablas a tu jefe de tu inconsciencia a la hora de follar. Le da igual tu opinión en relación al último tema de la agenda. Piensas que es hora de largarse, coges tus armas de destrucción masiva y te las guardas para después. Atragantarse con las noticias y masticar a los ejecutivos. Desearles una muerte súbita, pero dulce. Cagarte en las vías y esperar a que la luz se haga. Antes de que anochezca.
Sé que quieres escuchar el cuento de nuestro encuentro fortuito, pero necesito construir para encontrar las vocales adecuadas, los lugares ejemplares, la conjugación que mejor nos siente. Sé que el tiempo será el futuro. Todo lo bueno siempre está por ocurrir. Y las estrellas nos dirán qué enfermedad padeceremos a cada segundo. Tú te encargarás de mi melancolía. Yo acabaré con tu desidia a golpes bajos. Ellas elegirán la muerte que menos nos guste, una donde la vergüenza y la rutina se agarren de la mano para devorar nuestros siniestros sueños, nuestras más brillantes pesadillas. Y seremos libres. De nosotros mismos. Y estiraremos este cuento. Hasta que se rompa del todo.
Me cuesta mostrarme lírica cuando me abrazas. Por la espalda. Tu pelo en mi cogote, tu lengua en mi oreja izquierda. Me atraganto con las opciones y me quedo sin palabras. Mudita. Enciendes todas las velas que compraste en aquel chino. Te gusto más cuando escribo palabras que te hacen sonrojar. Lo noto en tu forma de aferrarte a mis caderas. Pero no me sale la voz. Acaricias mis palmas mientras te pierdes por mi escote. Suspiro. Nada más. Respiro hondo. "Cuéntame qué sientes, cómo la sientes. Ríete cuando te corras. Háblame cuando te rompas". Eso me dices. Y te miro. Cambio el ritmo. Coloco un dedo en mis labios. Con el otro te señalo. Sssssssssilencio. Hasta que acabe por notar mis latidos en la lengua. Hasta que sienta que me atropellas con tus fantasías más tristes y modestas. Hasta que me cerciore de que no estamos representando una escena porno hard.
Ayer vi a mi musa pasear bajo la lluvia. Agarrada del brazo de un sujeto anónimo. Paraguas de cuadros. Blancos y negros. Y botas de tacón. Falda verde, bufanda negra, manos pequeñas.
Yo no llevaba paraguas. Caminaba hacia el hogar después de haber pasado la tarde cazando (postales rusas, pastas inglesas, comics americanos). Diluviaba. Ella sonreía. Le sonreía. Me gustó su espalda. La intuí. Adelanté por la derecha y la miré. A ella. Era ella. Maquillada. Disfrazada de mujer feliz. Parecía feliz. Me miró. Solo un segundo. Sí, era ella. Caminé hasta casa y la vi pasar, otra vez. Angélica. Preciosa Angélica. Personaje de cuento, apellido de niña que también fue nínfula. En la cabeza de un profesor de matemáticas. Liddell. Nos cruzamos. Otra vez.
Me conmovió verte sonreir...
Empecé por mis calcetines. Des-pa-cio. Uno de cada color. Acaricié mis rodillas, marqué mis ingles con ambos índices, rodeé mi ombligo. Te pedí que no me quitaras la camiseta. Dos tallas menos, dijiste. No te sonreí. Caminé de puntillas, me asomé a tu ventana. Respiré hondo ¿Es esto lo que quieres? Si, o algo parecido.
Y admitió en público, desde su prisma castigado por el hambre, que la pintura contemporánea sobrevive por la necesidad del público de sentir la carne en sus retinas. Amasadas con aceites oleosos y diluidas en la memoria. El color perdido de los lápices Alpino. Prueba con el naranja aplicado despacito. Mejor. Deme la tabla de pantones, por favor. Necesito atrapar el deseo en tantos lienzos como cuerpos adolescentes se ha tragado mi memoria. Y el pintor no es dibujante; tampoco es escultor. Es el arquitecto de la carne y sus pecados. Y yo, un humilde espectador.
http://decabezaenlapiscinadehockney.blogspot.com/