55 rayuelas y un pintalabios gastado.
Tus yemas batidas entre mis muslos.
Niveles de toxicidad en sangre elevados.
37 grados y un beso que se corre.
Tus dedos enmarcando el cuaderno de instrucciones.
Desobediente por definición.
Insumisa y fatal.
Dame varios segundos de tu hora del café. Deja que me explique, que me deshaga en excusas. Permíteme la posibilidad del ridículo.
Querría ser tan objetiva como un análisis de sangre, pero me temo que se me colarán unas cuantas enfermedades infecciosas. Puede que Baudelaire no se equivocara cuando decía que el amor es la necesidad de salir de uno mismo. Pero, no soy capaz de salir de mi desde hace demasiado tiempo. Me siento como esas princesas de los cuentos, encerrada en el torreón; trenzando mi pelo y leyendo de manera compulsiva. Contextualizando el hastío, narrando mi propio suicidio, recreando el delirio a imagen y semejanza de una pesadilla recurrente. Tonteando con la idea de atravesar el espejo y comerme todas las propuestas de Estado que proponga la Reina de Corazones. Siguiendo al conejo blanco.
Añoro el alto grado de toxicidad en sangre. Las nubes en el estómago, amenazando tormenta. La confabulación de los astros y mi colección de pelotas de goma.
Dame varios segundos de tus horas de sueño. Deja que trasnoche, que me pierda más allá de la ventana, por los tejados, para leer el contexto como si fuera la primera vez que nos abrimos en canal y nos comemos los peros. Nos bebemos los porqués y vomitamos los te quiero.
Entiende, por favor, la necesidad del ridículo.
Ridiculous Thoughts - The Cranberries
Tendría unos ocho o nueve años. Mi madre nos leía a mi hermana y a mí antes de dormir. Solían ser los cuentos de Calvino o de Calleja. Uno de mis favoritos era el Principito. De Saint Exupery. Puede que fuera por los dibujos, por el elefante que era sombrero, por el zorrito pelirrojo con cara de inglés, por el niño extraño -como pocos-, o porque, en aquellos días, lo que más quería era tocar las estrellas con mi telescopio de mentira. Memoricé el nombre del escritor por una cuestión de orgullo. Luego supe que fue piloto, además de escritor, y que su avión desapareció durante la Segunda Guerra Mundial. De uno de sus viajes mi cuentacuentos particular me trajo un objeto singular. Recuerdo que era azul y brillaba. Veinte francos franceses. El retrato de un escritor en el billete y un niño de rizos dorados a su vera. Lo guardé entre las páginas de otro título más ligero. Crecí y enterré el libro en algún cajón de la memoria. Hasta 1998, año en el que encontraron un brazalete cerca de la costa de Marsella con sus iniciales grabadas. Releí El Principito. No encontré el billete. Ellos encontraron restos del avión y muchas dudas. Y pasaron los años.
"Pueden dejar de buscar. Fui yo quien abatió a Saint-Exupéry".
Un piloto alemán llamado Rippert confesó la semana pasada al periódico La Provence haber abatido el "Lightning P38" del escritor francés. "Yo esperaba que no fuera él, porque en nuestra juventud todos habíamos leído sus libros y los adorábamos", explicó el buen octogenario. Porque hay muertes que puntúan más que otras.
Una parte de mi está triste, no por la tardía confesión de un lector en guerra, sino por las canicas que se extravían. He perdido el mapa de las ciudades invisibles y los escritores no están en una isla junto a Elvis, el Unicornio y todas las hadas que murieron antes que Campanilla. El espejo de Blancanieves me devuelve una imagen ajada y triste. Le acompaña un gesto frío, adulto. Los alemanes no mataron al Principito, me dice. Se anuda la corbata, cierra el maletín y funde a negro. La muy bruja.
Es por la mañana. La luz se cuela por las rendijas de la persiana. Acurrucada, sola en la cama, oigo la onomatopeya del microondas. Café, pero no para mi. Cierro los ojos y rescato del olvido un sueño que me ha hecho crujir. La escena es divertida, ahora que lo pienso. Convierto el palacio de cristal en una piscina que es fuente que es pira bautismal XXL. Una amiga que no tiene nombre ni cara me pide que me bañe. Esa amiga se marcha, desaparece. En su lugar me encuentro a la niña de otros. No ha crecido. Hace seis años que no la veo pero sigue aparentando siete primaveras. Nos bañamos. La llevo en brazos hasta que dejo de tocar fondo. Y caemos.
Vestir niñas es complicado. Más todavía si están mojadas. Le cuento que los científicos me dan miedo, sobre todo cuando les entrevisto. Se toman a sí mismos muy en serio. Ella me sonríe y me dice que quiere ser astrónoma. Le hablo de mi estrella favorita y de los cielos en el polo norte y de las mujeres espejo. Ella no para de sonreir.
Me quito la ropa mojada. Ella se me queda mirando. Me dice que he cambiado. No he cambiado, le respondo. Y le ofrezco mi mano para seguir paseando por el Retiro. Le cuento que la última película que he visto me recuerda a un libro angular, recurrente y sacrílego. No llego a captar la réplica de mi pequeña. Se suelta, no me da tiempo a dislocarle el brazo, la atropella un coche de bebé y me despierto.
Tener plantas en nuestras ventanas no nos hace más humanos. Tan solo evita que sintamos que ya no somos parte del balcón, de las paredes sudadas y fumadas, de las sábanas y del edredón. Dices que no nos responsabilizamos de nuestros huecos, de nuestros vacíos, de los lugares que no queremos compartir con el común de los mortales. Porque no se lo merecen, te contesto. Hay territorios que no se deben, no se pueden exponer. Tú me miras y me espetas: Pero, aún así, los limpias. No es cierto? Te afeitas las ideas y lubricas tus razones. Te armas de argumentos para golpear a todos aquellos que no caen rendidos a tus pies. Te maquillas. Porque no te quieres. Y porque deseas. Y porque deseo.
Los trajes de novia y las novias cadáver. Gestando resacas. Incubando un principio de dependencia. Dando a luz momentos que murieron antes de nacer. A 38 grados. Disueltos en un caldo amniótico de sueños, píldoras y frustración. Con dos fogones. Y mucha mala leche.
Los niños de los otros y las ganas de matar. Después de follar. Cogiendo al señor Humbert de la mano. La nínfula solo lo es en la mente de quien la agarra por el cogote y le pinta las uñas. De los pies. Una novia que nació muerta. Una zombie que se corría paladeando su nombre.
La niña que fuiste, las canciones de los ochenta y Fausto, y Werther, y Goethe. Otra yonqui del pasado. Convencida y devota. No paras de hacerle el boca a boca al pasado. Para que sea presente contínuo. Cómodo, predecible y jodidamente teatral. Enjoy the silence, querida.
La no mujer que me tolera, que me deja vivir en su estado virtual, en su dominio punto es, me pide que me pierda. Existo en su nebulosa de unos y ceros. La banda sonora es la de mi lavadora. Centrifugado y olor a vainilla. Le digo que necesito un baño. De burbujas. Pero si me mojo me derrito. La bruja del oeste lo sabía. Yo lo he aprendido con el tiempo.
Todas las cajas retienen memoria. Si pudiéramos, si supiéramos esconderlas bajo tantas llaves como excusas inventadas para no mirar atrás, para no meter la leche en la nevera ni comprar naranjas. Exprimirlas en sueños y comérnoslas frente a la cámara. Y atragantarnos con las confesiones ¿O eran confusiones? Inventemos excusas. Bebámoslas con vainilla y barbitúricos. Eat me. Anudemos posibilidades y escalemos este muro. Pactemos con el diablo, veamos Fausto 5.0 y matemos a la Mandrágora, la de la sonrisa fácil y mirada siniestra. Fácil y siniestra. Le pongo muchas caras a esa mujer. Mala mujer. De mirada corrida (y corriente) y tacones de plástico. De un tiempo a esta parte. Sufro de automatismos, como si fueran secuelas de una guerra. A sufrimiento. Y aquí me tienes. Desnuda de cintura para abajo. En el hostal que fue mansión que fue castillo que fue cuento de hadas.
Bordeando el marco de tu puerta.
Descalza.
Empiezo con un gerundio esta re-vuelta
(a las buenas costumbres).
Un lunes que es miércoles.
Y evito las elles, por mi bien.
Llamando a tu ventana con los nudillos.
Me siento un poco marciana.
Quemas.
Y querría hacerte feliz.
Pero no puedo.
Las guerras piden sangre y carne.
Los idus de marzo.
Condenada tradición en cuarto creciente.
Y descubrir que se pueden vivir todas las estaciones en un solo día...
Tu pie asomando por debajo
del edredón
nórdico.
Hace sol en Madrid. Son días extraños estos en los que se informa sobre las mentiras políticas, sobre las mentiras del cambio climático, sobre atacar por la noche y matar mientras duermen, al otro lado del charco. Entre tanto metatexto le digo a mi madre que el presidente Correa está bueno y que Uribe es tan narcopresidente como Sarkozy príncipe posmoderno. Quién fuera azafata, enfermera, rehén, modelo o francesa.
Les escribo después de haber sido invitada a bajar de un vagón de la línea 4. Después de caminar hasta la parada del 21, llamar por teléfono y sentarme junto a un chico de melena mojada. Después de verle solfear por lo bajo, partitura en mano y dedos dibujando el aire. He llegado a trabajar, he leído unos cuantos mails y he respondido alguno.
Ayer conocí a un geólogo planetario. Canoso y de sonrisa fácil. Se mostró divertido, no se creía que tuviera 24 primaveras. Me fotocopió Marte. Su despacho era luminoso y tenía plantas, una postal del Teneguía y libros de cuando James Lovelock no apoyaba la energía nuclear. Nos despedimos raro, pero al final me dio la mano. Le llamaban por teléfono.
Caminé desde Biológicas a Caminos. Me senté en un banco de piedra y decidí volver a casa andando. Hacía sol, un sol brillante y amable. Un sol de abril a principios de marzo. Mientras paseaba dejé que mi cabeza vagara por lugares remotos. Por un momento me permití sentirme perdida y abracé toda la nostalgia propia de los domingos, de cuando sientes que la ciudad calla y tú eres la única que puede escuchar las estrellas. Delirios sinestésicos en primavera. Desperté y miré hacia arriba, por si estabas asomada a tu ventana. En pijama. Apreté el paso y me acordé del telescopio que nunca tuve.
Convencí a mi chico tóxico para hacernos con la tarde. Deshicimos caminos y respiramos dulce de leche. Caí en la cuenta de que no se hacen postales de los suburbios de las grandes capitales. Es parte de nuestra buena educación, supongo. Nada de enseñar las uñas cuando están sucias. Comimos, como niños. Y dormimos después de aburrirnos con el debate. Yo soñé. Tú me preguntaste qué. Quiero ser americana. Ojalá haga sol mañana.
A perfect day Elise - PJ Harvey