Los paréntesis no ayudan. No dejan la mierda atrás. Las lavadoras tampoco. Pero las lavanderías, ah! qué no-lugares tan apasionantes. Otra serie pendiente de fotografías, como la de las azoteas, como la de los portales. Pendientes que cuelgan de orejas horadadas media hora después del nacimiento. Cuelgan y se balancean en la memoria todas esas azañas que te complementan, te completan, te duelen y te revientan. Porque están por hacer, ¿verdad? Residen en tu cabecita y no hay Dios(a) que las saque de ahí. Quizás la ira, puede que la sed de venganza. O, lo más probable, la presión del último momento, tal y como marca tu tradición.
Los duendes se vuelven chicos tóxicos, con el tiempo. Aunque temen al reloj, se diluyen. Pierden las canicas, abandonan a sus ositos de peluche y crecen. Por el camino se olvidan de las hadas y las brujas. Es entonces cuando posan sus lacrimales en aventuras gráficas y juegos comunales. Tan solo se acuerdan de cómo pedir cambio. Para insertar otra moneda. Para seguir la partida.
"Las ratas son necesarias para nuestro furor y para nuestra desobediencia" dice Liddell, Angélica Liddell, en la solapa de un libro. Ordeno una maleta, de madrugada, antes de ir a trabajar. Dos días después me levanto en un hostal que quiero fotografiar. Pero no lo hago. Paseo mi maleta sobre adoquines centenarios y llego a una plaza. Es domingo. Los coleccionistas hacen su agosto en esta plaza donde encuentro llaves, sin cerrojo, llaves abandonadas y gafas de alambre que pertenecieron a alguien que ya no las necesita. Bajo uno de los arcos del edificio que cobija esta conspiración encuentro linternas, caracolas y pedazos de cuarzo rosa. Un colgante llama mi atención. Parece amatista. Pequeña y bien pulida, montada sobre plata, o algo que se le asemeja. Pregunto el precio. Hace sol y es diciembre. Desobedezco y entro a comerme unas tortitas con nata y sirope de chocolate en una cafetería con terraza. No sé dónde dejé los extremos. Me volví templada. Tiro de mi maleta, sin hacer preguntas, pero hace sol y eso me saca una sonrisa.
Los chicos que te llaman duende, brujita o hada son los que, aún sin comprenderlo del todo, te quieren de verdad.
Ha pasado tiempo desde la última vez que escribí algo sobre el submundo en el que me sumerjo todas las mañanas laborables. Mi afán de seguimiento sigue ahí, no he perdido las ganas de mirar. Últimamente echo de menos una cámara de fotos. El ojo desnudo necesita de herramientas, o eso parece. Los fijadores de mi memoria no fijan como antes. Los grises me molestan. Querría seguir siendo jodidamente pasional, como hace años. Pero me hago vieja, me siento vieja. Dicen que puede ser un virus. La vida acelera su pulso. El complejo de Peter Pan me atenaza. Nunca quise quedarme quieta, no del todo, no por ahora.
Me gusta cómo anda. Se agacha y enseña esa curva tan bella, tan sexy. No me canso de mirar, de buscar en sus pestañas algún rastro de aquella triste niña que decía "no sé qué clase de chica soy".
No tengo la sensación de que las cosas, los meses, las vocales avancen desde la garganta (profunda) hacia alguna parte. Se me humedecen las mismas metáforas que hace unos meses me acunaban. Creo en las heridas profundas, en la nostalgia irremediable y en los desayunos a las dos de la tarde.
Documento mis pasos desde el portal de mi casa hasta la primera boca de metro. Estoy pensando en decorar las pastas de un libro en blanco. Por fuera. Por dentro. Mientras, subrayo mi cuaderno de apuntes... y transcribo:
"Pero cuando los sustantivos y los adjetivos comienzan a diluirse, cuando los nombres de parada y descanso son arrastrados por los verbos del puro devenir y se deslizan en el lenguaje de los acontecimientos, se pierde toda identidad para el yo, el mundo y Dios"
Deleuze y su lógica del sentido me llevan a Mil mesetas, junto a Guattari, donde el sentido no es nunca principio, ni origen, sino producto. "No está por descubrir, ni restaurar, ni reemplazar; está por producir nuevas maquinarias".
"Esperando a que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el
lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre
furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que
dice y además más y otra cosa."
Alejandra Pizarnik - La palabra que sana
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El cómo lo dices es tan importante como el qué dices. O eso dicen...
"Lo que en cualquier caso puede decirse, puede decirse claramente; y de lo que no se puede hablar, hay que callar la boca"
Ludwig Wittgenstein - Tractatus logico-philosophicus
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No puedo contarte aquello que todavía no he pensado ¿De dónde surge el pensamiento? Veo la luz, pero ese pensamiento es lucidez solo cuando lo hago verbo. O, mejor dicho, después de hablar contigo todo tiene sentido, el que tú quieras darle...
Las lunas llenas dependen de las ganas. El chico tóxico me susurró algo al oído mientras domía. Puede que la noche de hoy brille más que ninguna otra y que las pestañas largas vuelvan a ponerse de moda, aunque solo sea por un día.
¿Qué hay detrás de unas pestañas postizas y un esmalte verde Hulk?
No estoy tranquila. Para qué mentir, querido diario. No estoy tranquila en mi cascarón. Supongo que estoy mudando la piel. No hay certezas, solo intuyo el camino. Pero quiero luz, más luz. Y solo encuentro bombillas rotas en esta noche de otoño que es invierno. Es triste. Perderse en el jardín de detrás de la iglesia. Con las hojas de la anterior estación pegadas a las botas de gata. Dónde quedó el delirio paranoide, dónde!
Uno de los cuentos de Sergi Pàmies me ha arrancado la nostalgia de las venas. Hay hombres que salen de casa a por espuma de afeitar y vuelven con juguetes que regalarán a los hijos que tendrán con esa mujer a la que todavía no han conocido. También hay hombres que le preguntan a su padre por la salud de la madre fallecida. Según Alaska hay hombres que se agitan, que no existen, que no gritan. También hay hombres que lloran. Porque pierden, porque recuerdan, porque mienten.
La caligrafía es importante. La forma y la esencia están conectadas. La delicadeza con la que un tendero de acento portugués, anillo tatuado y una mirada suave, te dice que ese vestido te queda "bello". Sus palabras ténues, cálidas, te definen como una muñeca. De negro, pienso yo, una muñeca oscura. Y recuerdo todas las veces que me he asomado a su tienda y he sonreído. Todas las veces que su escaparate me ha propuesto tacones de vértigo. Él me ofrece probarme unos propios de una Cenicienta posmoderna. Le doy las gracias, pero rechazo su invitación. No siento que deba verme desde otra perspectiva. Ya en la caja, observo los bolsos del escaparate de la derecha. Son de un estilo retro y contenido, como el de la tienda; pequeños, especiales, extremadamente elegantes. Fuera llueve y el tendero amable de acento blando acaricia mi vestido y lo guarda en una bolsa de tela con cremallera. Me anudo la bufanda al cuello y le doy las gracias. Por el envoltorio, por su mirada, por sus palabras. La coreografía ha sido precisa. Sus palabras, perfectas. El contenido de todo ello tan solo lo intuyo, pero me gusta intuirlo así, nebuloso y caliente, como el vapor de un té de aroma victoriano magistralmente ejecutado.
Cuenta atrás. Cuenta. Atrás. Cuen-ta- A-tras. U-E-A.
Crimen y castigo, en carne y hueso. Visto a través del método Chejov, del método Stanislavski, ¿del método Silva? ¿del método Gronholm? Después de tanto protocolo teatral, la sensación residual fue más bien húmeda. Y he descubierto una vocación tardía: el billar. Un taxista me ha llamado "mujer". Con todas sus letras y de madrugada. El preso número nueve era un hombre muy cabal.
Me ha gustado descubrir que los cuepos además de poder leerse, también escriben. O lo que es lo mismo, el texto es cuerpo cuando huele, cuando suena, cuando estimula "más allá del límite". Experimento un placer sensual al leer las páginas de los libros de bolsillo, comics de mi infancia y cuadernos con huellas del presente continuo. Las lunas de mi frontal saben a gloria bendita ¿metáfora o sinestesia? Otra imagen que supura, que huele, que crepita. Como las frases que, aún enlatadas y tintineantes, se diluyen en el córtex y envuelven mis sueños de una deliciosa sensación de toxicidad variable.
Llevo preguntándome, desde hace demasiado, cómo hacer visible lo invisible. No tengo muchas fuerzas, ni siquiera para arrancarme de la piel alguna que otra figura literaria que les haga creer que esto que leen no lo ha escupido una niñata (emocional-mente) tullida desde el teclado de un locutorio perdido. Hace tiempo que no salgo armada de casa. Se suponía que tenía que ver con no sé qué etapa purista que creía estar viviendo. Ahora, en este momento, mientras escribo cuidadosamente para no caer en hirientes diminutivos y palabras agudas terminadas en ene, me debato entre algunos mecanismos de ficción que hagan de este día un cuento relatable. He rebuscado en los cajones de la ropa interior y he encontrado unas medias rojas con dos huecos y una carrera. No me las pongo, pero ahí siguen. Latentes, silenciosas, esperando a que pase la corriente. Vuelvo a tener los pies mojados y el corazón hecho jirones.
Estoy hecha (de) pedacitos...
Hay días que, por mucho que te propones, no salen las palabras. Al menos no las bellas, las precisas, las que esconden un poquito de verdad.