Como en aquella peli porno. Muñeca de carne y nata. Piernas temblorosas y coleta de quinceañera. Pulcra. Profesional. El pendiente en el ombligo. El anular entre los labios. Un precioso ejemplar en la pantalla. Con los cascos y a oscuras. Atravieso el espejo. Quererla es escucharla gemir como una pequeña diosa. Sumisa. Suplicante. En bucle. Sin fin.
No me gustan los niños que no saben a leche y miel, que no huelen a quererte hacer la chica más feliz de esta habitación y que te dicen que lo que te espera si sorbes con cuidado, si no se te escapa ni un suspiro, es sandía, pared y risas. Esos niños que piensan en ti cuando se masturban y se preguntan si te ofenderá que te cojan por la nuca sin permiso. Los mismos que dejan caer su mano sobre tu corazón y aprietan fuerte, fuerte, fuerte, para despúes sorprenderse de que no haya sangre, de que ya no duela. De que la carne cruda no valga y de que, pasada la medianoche, los sueños se deshagan como huellas en la arena.
Dígame, doctor. ¿Qué tengo? Me duele la memoria que abrasa la carne. Los recuerdos caníbales que se ciñen a mi cintura y me doblan hasta besar el suelo. Noto entre los dedos las sonrisas falsas, sonrisas tristes, de todas las niñas. Y me acuerdo, doctor, de las manos de mi abuela, lentas pero precisas a la hora de enhebrar la aguja. ¿Qué tengo, doctor? No es nostalgia, sino vacío lo que me empuja a mirar al cielo y preguntarle si estoy enferma, si querer habitar el margen izquierdo de este espejo hecho pedazos es una patología grave. Mi corazón ladra. Mi vagina grita. Mis mil partes, que no son mías sino del chico de los análisis, se han puesto de acuerdo para reirse de todo. Y yo le pregunto, doctor, qué tengo que no puedo verme de una sola vez en su radiografía. Sepa que esta distancia formal provoca en mi grandes arcadas, que ese usted con el que usted me trata no me inspira ninguna confianza. Que no soy una muñeca hinchable a la que hacerle ojitos. ¿Qué tiene, doctor, entre las piernas para tratarme como si estuviera tarada? No me hable, por favor, como si me hubiera arrancado el alma hace algunos siglos y la hubiera dejado escondida en algún cajón de la memoria. Dime, doctor, dime. Son las ganas y el tiempo que se escurre entre mis pliegues. Son los deseos mal formulados y ese querer ser perra de su amo lo que me resta energía y tiempo. No lo has preguntado, pero esa es la razón -y no otra- de que todos mis órganos hayan decidido despertar de su letargo. Dime, doctor, dime: ¿Tú qué tienes?