Se me han caído las palabras y tan solo me quedan los números de tu nombre...
Solo hay una cosa que hace que me levante todos los días. Mis sueños incompletos. Creciendo, como una bola de nieve. Como un pequeño gran desierto en la estepa castellana de mi memoria. En progresión geométrica, como la deforestación del Amazonas o el oxígeno de alguna fosa no abisal.
Trenes que van. Trenes que vuelven. Miradas de ida y vuelta...
Las mañanas de otoño, temprano, lindando con un invierno seco y maleducado, bajo a los bosques, visito los cimientos de la urbe, observo a los habitantes de los desagües en hora punta, fluyo con ellos en esta constante vomitona de legañas y bigotes de naranja, bufandas y sonrisas congeladas. Es entonces cuando busco sin brújula un árbol y un conejo blanco, una caída libre sin colchoneta de aire, ni piscina de bolas; pero arrastro mis pies por los vagones y no encuentro fisuras en el camino elegido, no hay rutas alternativas, ni carreteras secundarias (Ay! Carretera Perdida!) tan solo una puerta que pone EMERGENCIA, pero que esta mañana ha decidido vestirse de SALIDA. No saltes, no hay terceras vías; tú, desnuda de segundas intenciones, vestida en las primeras visitas... Todos somos buenos cuando vamos de visita; y todas somos abrigos en el suelo, falda al vuelo y sujetador con doble cierre, pero sin ganas de agradar al que preside la mesa.
En estaciones rebeldes desembarcamos y volvemos a fluir, camino del corazón de invierno tras los tornos en espiral; dando la vuelta puedes volver a entrar, pequeña alicia, y perderte en el laberinto de números y colores, líneas y trasbordos, de sonrisa en sonrisa, invitadas a salir por obra y gracia de un espíritu, aunque dudo que santo, perdido entre las raíces y los cimientos, guiando a la pobre niña hasta el centro del laberinto...
Aunque la duda ofenda, porque no sabes abrir la puerta cuando está entreabierta. Encrucijada. Diferente respuesta según tengas colocada esa u otra mirada. Colocada. Puesta hasta arriba de lágrimas, mocos, sopa y sangre. Desde la nariz hasta mi plato hondo, fideos teñidos de rojo. Retinas condensadas, como la leche, pero esta mañana está cortada. Y el camino no tiene retorno. Y es en este ceda el paso donde yo me apalanco, endeudada hasta la médula ósea, pequeño Yogui, hasta la hipoteca en que se ha convertido mi recorrido, tendiendo a infinito, pero sin dejar rastro. Borrando las huellas de mi nombre, los sueños con bostezos y legañas, los amagos de infarto y esta ansiedad de todo, quedándose en nada, porque tan solo tengo que volver la cara y girar la primera esquina para encontrarme con un paso a nivel... salta, pequeña langosta, que tienes todo un mar de ilusiones debajo de tus alas de mariposa...
Manos grandes, huesudas, intensas... todas al unísono, todas, rituales, ceremoniales, guiadas por la inercia de la llamada a lo lejos, de unos latidos lastimeros, quejumbrosos, gimiendo, clamando al cielo; abandonado en un cubo de basura, goteando sobre mi cama, exprimiéndolo, haciendo picadillo para la cena, deglutiendo, arrancando a bocados cada célula contaminada por la fuerte marejada de mis frustraciones hechas lágrimas, escupidas sobre caminos emponzoñados; lavando ese pequeño, microscópico mundo compartido en cal; bañando en ácido sulfúrico ese minúsculo órgano vital...