Las mañanas de otoño, temprano, lindando con un invierno seco y maleducado, bajo a los bosques, visito los cimientos de la urbe, observo a los habitantes de los desagües en hora punta, fluyo con ellos en esta constante vomitona de legañas y bigotes de naranja, bufandas y sonrisas congeladas. Es entonces cuando busco sin brújula un árbol y un conejo blanco, una caída libre sin colchoneta de aire, ni piscina de bolas; pero arrastro mis pies por los vagones y no encuentro fisuras en el camino elegido, no hay rutas alternativas, ni carreteras secundarias (Ay! Carretera Perdida!) tan solo una puerta que pone EMERGENCIA, pero que esta mañana ha decidido vestirse de SALIDA. No saltes, no hay terceras vías; tú, desnuda de segundas intenciones, vestida en las primeras visitas... Todos somos buenos cuando vamos de visita; y todas somos abrigos en el suelo, falda al vuelo y sujetador con doble cierre, pero sin ganas de agradar al que preside la mesa.
En estaciones rebeldes desembarcamos y volvemos a fluir, camino del corazón de invierno tras los tornos en espiral; dando la vuelta puedes volver a entrar, pequeña alicia, y perderte en el laberinto de números y colores, líneas y trasbordos, de sonrisa en sonrisa, invitadas a salir por obra y gracia de un espíritu, aunque dudo que santo, perdido entre las raíces y los cimientos, guiando a la pobre niña hasta el centro del laberinto...