Pensar en mis muñecas ensangrentadas cuando lavo los platos de madrugada y sonreir. Porque no has aprendido a hacer ninguno de esos nudos corredizos que dejan que me escape. Y me miras extrañado cuando grito, pero no dejas de apretar, y anudar, y apretar, y reir, hasta ver cómo la cuerda se entierra poco a poco en mis carnecitas blandas.
Todo empezó por un pequeño cardenal que me regalaste sin querer. Descubriste que mi piel marcaba bien debido a la falta de vitamina c y me miraste con ojos maliciosos. Accedí. Se sucedieron los cachetes, los pellizcos y llegaron los azotes. Nunca habías sido tan feliz. Yo dejé de llevar faldas al trabajo. Tú te quedabas a dormir. Luego llegaron las heridas, las mismas que me curas después de cada sesión. Y te quiero por ello. Tus ojos perversos se nublan y aparece un niño travieso que me devuelve la pelota. Entonces, yo me hago un ovillo en la cama y te acercas, me susurras y me cantas. Hablamos de qué tal nos fue el día. Me cepillas el pelo. Nos lavamos los dientes. Caliento tu lado de la cama. Apagas la luz. Nos amamos.
Escrito por La pequeña Delirio a las 7 de Junio 2007 a las 04:40 AM