26 de Noviembre 2006

Quise ser Eliza Dolittle

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Mujer menuda, actriz soberbia. Delgada para la época de Liz Taylors y Mariliynes que le tocó vivir. Musa de directores, tentación de compañeros e inspiración de Victoria Beckam. La elegante Audrey Hepburn fue "mi querida señorita", aunque también se llamó "Sabrina" en las fantasías cinematográficas de tantos espectadores rendidos a su sonrisa melancólica y su permanente mirada de asombro. Esos ojos grandes, apoyados por sus frondosas cejas y enmarcados en una pestañas perfectamente maquilladas. Sobria, serena y distante. Una belleza de líneas rectas, riguroso negro y perlas en las orejas.

Esa es la imagen. Su historia, escrita sobre papel cuché, es de las que deja helado a cualquiera que decide asomarse a ella. Tenía la mala costumbre de enamorarse de hombres que no le convenían. En el rodaje de "Sabrina" se enamoró perdidamente de Holden, y Bogart, además de empinar el codo más de lo habitual, se dedicó constantemente a poner reparos a todo durante el tiempo que duró el rodaje.

Audrey deseaba ser madre sobre todas las cosas. Era un deseo tan fuerte, tan intenso que "desechó" al mismo Holden, por haberse hecho la vasectomía tiempo atrás, y a Robert Woodruff, el cual le confesó que era estéril. Para colmo, ya casada con Mel Ferrer, se enamoró de Albert Finney. Mel le amenzó con quitarle al hijo de ambos, Sean, en el caso de que ella decidiera divorciarse. El chantaje no la amedrantó y se volvió a casar, tiempo después, con un médico italiano, Andrea Dotti, con el que tuvo a Luca, su segundo hijo.

El diamante de Tiffany´s era una mujer inestable. Las depresiones fueron una constante en su vida. Antes y después de tener a su hijo Sean, sufrió dos abortos y dio a luz un bebé sin vida. De esta época llegó a afirmar que nunca estuvo más cerca de volverse loca. Otro de su puntos de inflexión lo marcó la II Guerra Mundial. Y su infancia.

Fue una niña abandonada. Su padre, Joseph Victor Anthony Ruston, las dejó a su madre y a ella cuando apenas era una niña. Este hecho la marcó de tal manera que durante sus matrimonios siempre tenía miedo de que la dejaran.

Donald Spoto cuenta en su biografía la insatisfacción que residía en sus carnes, la necesidad de algo más, «un signo de la devaluada espiritualidad». Parece que lo encontró en Unicef, acompañada por Rob Wolders, su último compañero.

*Nota al margen
No paro de pensar en que esta mujer, como tantas otras, era incapaz de ver lo que irradiaba, lo que provocaba en los demás. Su turbulenta vida personal y sus películas fueron tan solo una parte de lo que fue. En su interior había algo más. Una necesidad profunda de llenar un vacío existencial. Ese impulso visceral de buscarle un sentido a las cosas y una tremenda tristeza cada vez que miraba.

Escrito por La pequeña Delirio a las 26 de Noviembre 2006 a las 08:54 PM
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